domingo, 1 de mayo de 2016

Ciudad de tierra



Shambaylla. Ciudad de los sueños. Mario Rivero

Tiene una forma extraña porque fue construida por azar. Un camino de contacto entre la capital y una zona de producción agrícola, cruzó una hacienda de servicios autosuficientes. Se proveía de mieles, ganados, aperos, metales y servicios religiosos. Cosas que atrajeron a muchos para asentarse en esas tierras, a la vera del camino y de manera funcional. Pero ese azar no impidió que a esa forma extraña se le llamase ciudad y a los seres humanos allí asentados se les llamase civilizados. Existir de esa forma, tiene milenios de tiempo encima. Sobre la morfología ciudadana extraña, de la que hablo, existieron otras civilizaciones y civilizados. Hablaron otro idioma, tuvieron otras costumbres. Fueron otra cultura. De ella los que ocupan la ciudad extraña tienen poca memoria y cuando algo recuerdan, la desdeñan a pesar de descender de ella por una mezcla genética de hombres y mujeres de otras razas. Estar en civilización es estar en ciudad y es tener en la memoria profunda la guerra, la tierra y un dios. Ellas y él obligan. Esta forma extraña, con autos, trenes, fábricas y calles resultantes por un azar funcional, contiene una sociedad que educa a sus ciudadanos, así también de manera extraña. Los niños y jóvenes van a escuelas diseñadas para que produzcan negociantes de tierras, sacerdotes y militares.

En la ciudad, recién había comenzado un cambio. Los vehículos de transporte público dejaron de ser unos andamios de madera, decorados con dibujos ingeniosos de gran colorido, abiertos al aire y al paisaje; se transformaron en buses o grandes cajas de metal, cerrados. El afuera se dificultaba verlo a través de ventanillas con cristales. Por eso cuando Clara, Mincho, Max y yo, tomamos un vehículo rumbo a Santa Rosa, nos metimos en un bus y no en un camión de escalera como se llamaban los andamios de madera rodante. Los cuatro fuimos en vacaciones de fin de año, a visitar la hermana mayor de Mincho, recluida en un convento de esa ciudad llena de eclesiásticos y templos católicos. Teníamos los cuatro la misma edad y Sor Luisa, tenía cuatro más que nosotros. Ella se quejó con Mincho por haber llegado sin avisar y tuvo que improvisar el almuerzo. Al fin nos llevó a un comedor con mesa para seis; almorzamos. Sor Luisa observó con mucha atención a su hermano y al verle emplear mal los cubiertos, convirtió el almuerzo en una clase de maneras de mesa. Entendimos que la gente que se mete en la iglesia se vuelve formal; y luego de regreso, hablamos de como en nuestras casas solo había cuidado en los comedores, en fechas de cumpleaños y en las navidades.
Otro día de ese fin de año, Mincho nos invitó al lugar de trabajo de su padre. Tenía que llevarle unos zurrones, eran tres. Le ayudamos. Los zurrones son una bolsas de cuero, fuertes, con correas gruesas para transportarlas colgadas de los hombros, luego de llenarlas de tierra. Íbamos los cuatro, y por las miradas que nos dábamos todos, teníamos la mente en los zurrones. Queríamos ver lo más rápido posible, esos zurrones llenos y cumpliendo su función. Mincho nos guiaba fuera de la ciudad. Nos dijo que su papá estaba construyendo una casa de campo en la vereda La sabana. Comprendimos que el camino se alargaría y nos acomodamos los Zurrones vacíos. Bordeamos una corriente de agua que descendía por la montaña y dejaba, al meterse entre rocas, un murmullo delicioso, convertido en música para nuestros jóvenes corazones. Clara nos encabezaba en el camino; tenía unos pantalones estrechos y su cuerpo templado nos atraía continuamente la mirada.
Llegamos a las diez de la mañana. El padre de Mincho nos esperaba, dijo estar muy agradecido con nosotros por acompañar a su hijo. De inmediato nos recibió los zurrones y los entregó a tres hombres. Estos salieron presurosos y al término de diez minutos volvieron con ellos plenos de tierra amarilla. Repitieron el viaje varias veces, y acumularon en una depresión de forma redonda un montículo. Lo humedecieron y lo pisaron hasta tener un lodo moldeable. Al lado tenían una estructura de madera que sostenía contra el piso unas formaletas de tablones, dispuestas a recibir el lodo moldeable. Los hombres y el padre de Mincho depositaron toda la tierra dentro de los tablones y repitieron la operación muchas veces hasta que nosotros regresamos a la ciudad. Hicimos el mismo camino. Mincho nos dijo que ese era el trabajo de su papá. Le pagaban muy bien; pero ya se estaba acabando. Antes lo buscaban mucho, para eso. Él dice que los muros de ladrillo, lo están dejando sin trabajo.


Max dijo que su padre antes de trabajar en los buses, había trabajado, con los zurrones. Ahora –está sentado al volante de un bus hasta doce horas- afirmó halándose con suavidad la oreja derecha. Clara se dio cuenta que debía decir algo respecto a los trabajos de los padres. Dio un par de pasos adelante se volvió y de frente caminando para atrás nos dijo que el padre suyo también fue zurronero, pero luego lo engancharon en la fábrica textil y ahora trabaja ocho horas y se metió a estudiar, porque quiere ser bachiller. Yo les comenté del trabajo de mi papá. Les dije que él aprendió muy joven el oficio de carpintero; pero que luego lo vendió todo y compró un automóvil matriculado en una empresa de servicio público.

A mi papá le dicen tapiero, -dijo Mincho- porque eso que vimos allá en la vereda La Sabana, es la construcción de una casa de tapias. Esas paredes se arman así como vimos por trozos de tierra pisada hasta lograr una altura de hasta de nueve metros. Con ese trabajo papá consiguió ser propietario de casas en la ciudad, varias fincas en la vereda y presta plata a intereses. Con ese negocio de tierras, sostiene la familia, dice que dios le ha dado todo. Por eso convenció a Sor Luisa ser religiosa y le pagó a nuestro hermano mayor la carrera de militar. Él está en Bogotá en la escuela de cadetes. Pero papá está muy triste por los muros de ladrillo. Dice muchas veces -Esos muros son muy calientes y la gente que vive en casas de ladrillos y lozas de concreto como techo, van a tener mucho calor y se volverán irascibles y rabiosos-.

El día estaba aún lleno de sol; eran las cuatro de la tarde cuando llegamos a nuestras casas. Las cuadras y las calles que cruzamos nos dieron la imagen de una ciudad con un orden extraño. Las calles se truncaban y continuaban por otro lado. Unas amplias en el comienzo, estrechas en su otra mitad. Hicimos esa observación por la imagen de los zurrones y su utilidad. Observamos una ciudad de tierra pisada y la figura del padre de Mincho en todos los rincones. Sí era cierto el poder de esa familia. Ahora que escribo estas palabras recuerdo las veces de encuentro en la casa de Mincho de Sor Luisa, el cadete y el padre dueño de tierra. La ciudad de tierra, tenía su centro allí en esa familia. Pero esa ciudad dio paso a la ciudad de ladrillo y concreto, y continúa presidida por la guerra, el artesano constructor y el dios de Sor Luisa.

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