Tiene una forma extraña porque fue construida por azar. Un camino de contacto entre la capital y una zona de producción agrícola, cruzó una hacienda de servicios autosuficientes. Se proveía de mieles, ganados, aperos, metales y servicios religiosos. Cosas que atrajeron a muchos para asentarse en esas tierras, a la vera del camino y de manera funcional. Pero ese azar no impidió que a esa forma extraña se le llamase ciudad y a los seres humanos allí asentados se les llamase civilizados. Existir de esa forma, tiene milenios de tiempo encima. Sobre la morfología ciudadana extraña, de la que hablo, existieron otras civilizaciones y civilizados. Hablaron otro idioma, tuvieron otras costumbres. Fueron otra cultura. De ella los que ocupan la ciudad extraña tienen poca memoria y cuando algo recuerdan, la desdeñan a pesar de descender de ella por una mezcla genética de hombres y mujeres de otras razas. Estar en civilización es estar en ciudad y es tener en la memoria profunda la guerra, la tierra y un dios. Ellas y él obligan. Esta forma extraña, con autos, trenes, fábricas y calles resultantes por un azar funcional, contiene una sociedad que educa a sus ciudadanos, así también de manera extraña. Los niños y jóvenes van a escuelas diseñadas para que produzcan negociantes de tierras, sacerdotes y militares.
En la ciudad, recién había comenzado un cambio. Los vehículos de
transporte público dejaron de ser unos andamios de madera, decorados con
dibujos ingeniosos de gran colorido, abiertos al aire y al paisaje; se transformaron
en buses o grandes cajas de metal, cerrados. El afuera se dificultaba verlo a
través de ventanillas con cristales. Por eso cuando Clara, Mincho, Max y yo,
tomamos un vehículo rumbo a Santa Rosa, nos metimos en un bus y no en un camión
de escalera como se llamaban los andamios de madera rodante. Los cuatro fuimos
en vacaciones de fin de año, a visitar la hermana mayor de Mincho, recluida en
un convento de esa ciudad llena de eclesiásticos y templos católicos. Teníamos
los cuatro la misma edad y Sor Luisa, tenía cuatro más que nosotros. Ella se
quejó con Mincho por haber llegado sin avisar y tuvo que improvisar el
almuerzo. Al fin nos llevó a un comedor con mesa para seis; almorzamos. Sor
Luisa observó con mucha atención a su hermano y al verle emplear mal los
cubiertos, convirtió el almuerzo en una clase de maneras de mesa. Entendimos
que la gente que se mete en la iglesia se vuelve formal; y luego de regreso,
hablamos de como en nuestras casas solo había cuidado en los comedores, en
fechas de cumpleaños y en las navidades.
Otro día de ese fin de año, Mincho nos invitó al lugar de trabajo
de su padre. Tenía que llevarle unos zurrones, eran tres. Le ayudamos. Los zurrones
son una bolsas de cuero, fuertes, con correas gruesas para transportarlas
colgadas de los hombros, luego de llenarlas de tierra. Íbamos los cuatro, y por
las miradas que nos dábamos todos, teníamos la mente en los zurrones. Queríamos
ver lo más rápido posible, esos zurrones llenos y cumpliendo su función. Mincho
nos guiaba fuera de la ciudad. Nos dijo que su papá estaba construyendo una
casa de campo en la vereda La sabana. Comprendimos que el camino se alargaría y
nos acomodamos los Zurrones vacíos. Bordeamos una corriente de agua que
descendía por la montaña y dejaba, al meterse entre rocas, un murmullo delicioso,
convertido en música para nuestros jóvenes corazones. Clara nos encabezaba en
el camino; tenía unos pantalones estrechos y su cuerpo templado nos atraía
continuamente la mirada.
Llegamos a las diez de la mañana. El padre de Mincho nos esperaba,
dijo estar muy agradecido con nosotros por acompañar a su hijo. De inmediato
nos recibió los zurrones y los entregó a tres hombres. Estos salieron
presurosos y al término de diez minutos volvieron con ellos plenos de tierra
amarilla. Repitieron el viaje varias veces, y acumularon en una depresión de
forma redonda un montículo. Lo humedecieron y lo pisaron hasta tener un lodo
moldeable. Al lado tenían una estructura de madera que sostenía contra el piso
unas formaletas de tablones, dispuestas a recibir el lodo moldeable. Los
hombres y el padre de Mincho depositaron toda la tierra dentro de los tablones
y repitieron la operación muchas veces hasta que nosotros regresamos a la
ciudad. Hicimos el mismo camino. Mincho nos dijo que ese era el trabajo de su
papá. Le pagaban muy bien; pero ya se estaba acabando. Antes lo buscaban mucho,
para eso. Él dice que los muros de ladrillo, lo están dejando sin trabajo.
Max dijo que su padre antes de trabajar en los buses, había
trabajado, con los zurrones. Ahora –está sentado al volante de un bus hasta
doce horas- afirmó halándose con suavidad la oreja derecha. Clara se dio cuenta
que debía decir algo respecto a los trabajos de los padres. Dio un par de pasos
adelante se volvió y de frente caminando para atrás nos dijo que el padre suyo también
fue zurronero, pero luego lo engancharon en la fábrica textil y ahora trabaja
ocho horas y se metió a estudiar, porque quiere ser bachiller. Yo les comenté del
trabajo de mi papá. Les dije que él aprendió muy joven el oficio de carpintero;
pero que luego lo vendió todo y compró un automóvil matriculado en una empresa
de servicio público.
A mi papá le dicen tapiero, -dijo Mincho- porque eso que vimos
allá en la vereda La Sabana, es la construcción de una casa de tapias. Esas paredes
se arman así como vimos por trozos de tierra pisada hasta lograr una altura de
hasta de nueve metros. Con ese trabajo papá consiguió ser propietario de casas
en la ciudad, varias fincas en la vereda y presta plata a intereses. Con ese
negocio de tierras, sostiene la familia, dice que dios le ha dado todo. Por eso
convenció a Sor Luisa ser religiosa y le pagó a nuestro hermano mayor la
carrera de militar. Él está en Bogotá en la escuela de cadetes. Pero papá está
muy triste por los muros de ladrillo. Dice muchas veces -Esos muros son muy
calientes y la gente que vive en casas de ladrillos y lozas de concreto como
techo, van a tener mucho calor y se volverán irascibles y rabiosos-.
El día estaba aún lleno de sol; eran las cuatro de la tarde cuando
llegamos a nuestras casas. Las cuadras y las calles que cruzamos nos dieron la
imagen de una ciudad con un orden extraño. Las calles se truncaban y
continuaban por otro lado. Unas amplias en el comienzo, estrechas en su otra
mitad. Hicimos esa observación por la imagen de los zurrones y su utilidad.
Observamos una ciudad de tierra pisada y la figura del padre de Mincho en todos
los rincones. Sí era cierto el poder de esa familia. Ahora que escribo estas
palabras recuerdo las veces de encuentro en la casa de Mincho de Sor Luisa, el
cadete y el padre dueño de tierra. La ciudad de tierra, tenía su centro allí en
esa familia. Pero esa ciudad dio paso a la ciudad de ladrillo y concreto, y continúa
presidida por la guerra, el artesano constructor y el dios de Sor Luisa.
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