Este tiempo que
vivimos se caracteriza por mostrar los intereses políticos y económicos de
grupos sociales, antes ocultos en el revuelto mundo de la violencia. Esta se llevó
y se lleva de calle las instituciones. La disposición de grupos armados de
acogerse a las reglas sociales instituidas, ha quitado el velo y ha dejado sin
argumentos a ese puñado de familias oligárquicas herederas del poder desde
finales de la colonia.
Sociedad
colombiana, sociedad nueva si se la mira solo desde la colonización española,
porque en ese periodo ocurrió la fusión étnica que produjo el neogranadino
prerepublicano y el colombiano actual. Sociedad nueva por su reciente aparición
en la historia del mundo y en comparación con las milenarias europeas. Este
fenómeno americano se ha dado en llamar hispánico. Deja atrás el periodo
anterior poblado en la memoria por las sociedades indígenas exterminadas por el
conquistador ibérico.
Sociedad colombiana
nueva y ecléctica en sus imaginarios; ha asumido la modernidad política sobre
un sócalo colonial, que obliga a la discriminación, la exclusión, el despojo,
la trampa y la violación de la ley. El orden republicano puso sobre ese sócalo una
capa de instituciones modernas a las que nunca se les ha dejado funcionar como
debieran, es decir, como orden dominante.
Los notables que
tuvieron que hacer la república, dejaron el poder diseñado de tal forma para
que el avivato se alzase con él y así mantener una atmósfera enrarecida, única
situación apta para la sobrevivencia de la colonia sobre la república: estos
son los doscientos años de vida independiente que se cuentan.
Además de este
sino de sociedad nueva, están las condiciones de la modernidad que han volcado
la cultura hacia el individualismo. El aumento sostenido de la libertad
individual, incrementa la impotencia colectiva. Los intereses públicos, salud,
vivienda, educación y trabajo para todos, son sacrificados en pos de los individuos,
y estas necesidades las satisface quien pueda, según el talento personal para
sobrevivir en la rapiña de la competencia.
Las acciones
colectivas, la mejor forma de defender lo público, cobijo de todos, han sido
sistemáticamente descartadas y cuando se recurre a ellas, se traicionan o se
destruyen con rapidez. La vida actual de la sociedad colombiana, a veces se
antoja no tener sentido. La competencia, la lucha permanente por la
satisfacción del yo egoísta, se agota, porque allá al final de lo individual,
no se encuentra la democracia garante del interés público; se encuentra el
desorden y la anarquía.
Del individuo
colombiano no se ha hecho un ciudadano. El ciudadano, no riñe con la
individualidad, le da a esta un aire de acción colectiva, para que aporte y
someta su voluntad a garantizar el derecho de todos a los bienes de la cultura.
La inexistencia del ciudadano colombiano se observa en la depredación y
apropiación de lo público para beneficio del avivato de estirpe colonial.
Discriminar,
excluir, despojar, violar de la ley, son conductas observables en todos las
épocas divisorias de las dos centurias de vida republicana, en la
independencia, en la Gran Colombia, la neogranadina, la federal radical, la regeneración,
las dos hegemonías: la conservadora y la liberal, la dictadura, el frente
nacional y de este en adelante, que debe señalarse por décadas, el periodo de
profundización de la sociedad individualista e indiferente, ante la quiebra de
todos los valores que ataban el ser a la sociedad.
La política y el
individuo adquieren un rasgo de insignificancia, por no ser importantes para el
ser político. Los políticos y los partidos no tienen un programa, solo buscan
el poder y como mantenerlo. Por eso los políticos dejan a la deriva la
militancia y son capaces de aliarse con el crimen y la corrupción para mantener
la primacía y sostenerse en la dirección del gobierno por décadas. Por eso, las
propuestas de cambio no están, en su lugar promueven el conformismo y el
consumismo como la mejor vida. La política como diálogo y debate sobre el
destino de la ciudad y sus habitantes, se ha transformado en una política visceral,
especializada en la compra de las conciencias, en los mecanismos de dependencia
económica del electorado.
El rumbo
equivocado de la política, produce una sensación de bienestar en ese grupo de
hombres y mujeres que controlan el poder; pero en el resto de los pobladores,
la gran mayoría, producen el sufrimiento, porque han generado la condición
terrible de hoy: vivir con los sentimientos de inseguridad, incertidumbre y
desprotección.
Inseguridad porque
después del Frente Nacional comenzó el cultivo y exportación de marihuana y se
le dieron nuevos bríos al avivato, para mantener una atmósfera enrarecida que
ocultase la desigualdad ancestral impuesta por esos notables de finales del
siglo dieciocho; ellos, luego convertidos en un puñado de familias
oligárquicas. Con la producción y exportación de narcóticos se logró meter en
todos los entresijos de la sociedad, la violencia fratricida, cimentar el
individualismo, la insensibilidad ante el dolor ajeno y la búsqueda del dinero
fácil.
Incertidumbre por
el provecho sacado a la inseguridad. Los pobladores inmersos en el mar del
egoísmo y por efecto de la política visceral, eligen periódicamente
representantes con consignas de mantener el estado de cosas, mantener la
estabilidad del sistema de ganancias del gran capital especulativo, comercial e
industrial. Por eso se logró destruir los derechos sindicales y se ha venido
privatizando los bienes y servicios públicos. La incertidumbre obra como
sedante y el despojado elige al despojador.
Desprotección por
la expansión en todo el territorio nacional de la justicia privada de grupos
armados, que le viene disputando al Estado el poder. Colombia después de la
dictadura de Rojas se urbanizó rápidamente. Las ciudades crecidas al azar son
un territorio apto para el desarrollo de esos micropoderes barriales. Estos
imponen gobiernos unipersonales, despóticos, con base en la violencia y la extorsión
entre vecinos.
El paneo que
pueden hacer los ojos sobre el paisaje de la sociedad colombiana, muestra en
todo su esplendor la política desviada de su sentido y función. La han convertido
en un arte de pugnacidad entre pretendientes del poder, para satisfacer
orgullos personales. No tienen partidos, y a las organizaciones que se le pone
ese nombre, son una empresa clientelista sin doctrina, sin programa. Y en
realidad no lo necesitan porque quienes financian las empresas electorales
imponen la defensa del estado de cosas de la defensa de los intereses del
capital.
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