Maternidad. Óleo de Bertina Lopes Mozambique 1971
Hombre lento, fue un
título que me atrajo, luego de una discusión con el librero, sobre el
abominable atareamiento de los seres humanos del presente. Volver a la lentitud
de la vida, para poder observar el mundo en que vivimos es hoy un propósito
loable y necesario -concluímos-. Le compré el libro. Luego en otros espacios,
también dedicados al libro vi y compré La edad de hierro y luego La infancia de
Jesús. En este agosto lleno de ventiscas huracanadas, decidí meterme con este
premio Nobel de literatura del 2003, John Maxwell Coetzee, Sudafricano, físico
matemático fugado hacia la literatura. La decisión la tomé, no solo por la
presencia de las tres obras en mi están o por la discusión con el librero, sino
por Sudáfrica.
Hace unos días una
periodista local, me interrogó sobre el proceso de paz que vive Colombia y le
respondí que los procesos de paz y amnistía entre opositores en guerra, hoy ya
no pueden hacerse bajo la sentencia de “perdón y olvido”. Hoy –le dije- esos
procesos, deben hacerse bajo el ejemplo de Sudáfrica, inspirado en la
convicción de “Perdón y eterna memoria”, para que los acontecimientos no se
repitan por estar siempre presentes. El régimen del apartheid impuesto a la mayoría
negra por la ínfima minoría blanca, metió a ese país en una guerra fratricida,
en una violencia sistémica, que destruyó todos los valores de la convivencia.
La guerra trifronte en
Colombia hizo lo mismo. La historia reciente, es la historia de otra infamia
más de crimen atroz y persecución; y la mejor manera de salir de ese fango es
seguir el ejemplo sudafricano. En ese país los enemigos se reconciliaron y
pidieron perdón a las víctimas públicamente. Se trajo a la conciencia las
causas de la guerra, los bandos se prometieron no repetir la catástrofe social
y se blindaron al darle vigencia a la democracia y al estado de derecho.
En La edad de hierro
de Coetzee, se encuentra una descripción del estado de la sociedad sudafricana
en plena vida de la segregación y el apartheid. El autor de esta bella y
dolorosa novela, emplea una sutileza narrativa, por el uso de la persona. Ella
escribe para otra y obliga al lector a un estado de alerta para descubrir la
otra. Casi al final de la obra, nos damos cuenta que la otra es su hija y que
hace un ejercicio de escritura llamado epístola, larga, inmensa.
Ella escribe para
ella, la otra; a veces lo hace para ti o dirige palabras para tu información. A
veces en segunda, a veces en tercera persona. Pero el lector avisado debe cavilar,
cuando la narración lleva a espacios y tiempos de sospechosa verificación,
porque se pregunta sobre el como hace la escribiente para haber estado allá,
sin moverse de su casa. Dice que lo hace porque debió ser así. Luego hay que
cavilar y volver a ella, a las palabras que escribe para ella - la otra. ¿Quién
es ella? Descubrirla, identificarla es la tensión que sufre el lector y obliga
a leer con avidez. Se sabe que ella es una madre con una hija. Madre culta,
lectora, escribiente, sensible y comprensiva con los seres humanos victimizados.
Ese es un transfondo
perentorio de la novela. El ser humano ante todo. No importa que sea vagabundo
o alcohólico; madre de familia o un muchacho de catorce años. Todos se
comportan de manera propia porque viven una psiquis y un cuerpo. Esa
experiencia la comprende ella, porque lee, escribe y observa la vida humana. Sabe
del dolor de la existencia y de las pequeñas alegrías entre el mar de angustia
de ser estar en el tiempo.
Ella le escribe a
ella – la otra y contextualiza los hechos narrados en un país lleno de
violencia: la hija violenta la madre con la malacrianza de los hijos y la
desaprobación de los gestos magnánimos para con los indigentes. Los hijos de la
ayudante de casa, sus amigos gozan con el sufrimiento de los ancianos y las
mujeres.
Ella, la
escribiente, dice que las palabras las atrapa en la escritura, porque la rodean
y le flotan sobre el cuerpo enfermo en desahucio. Son palabras duras para una
sociedad en crisis humanitaria. Una sociedad segregada, hecho que basta para
generalizar la violencia profunda. Ella escribe y describe a hombres, mujeres y
niños que queman las escuelas, incineran públicamente cuerpos de seres humanos
y ante el clamor y dolor de la víctima proveen más gasolina a la hoguera: “país
pródigo en sangre […] una tierra que bebe ríos de sangre y nunca queda saciada”.
Es Sudáfrica, un
país que ha llegado a construir el apartheid y segregado la sociedad. Esta violenta
discriminación, ha dividido la vida en dos épocas, para ella: la época de los
valores, el respeto, la paz; y la época de la violencia segregacionista. Los
jóvenes abandonan o queman la escuela, porque ese aparato ideológico reproduce
el pensamiento discriminatorio, el apartheid. Hay un clamor contra esa forma de
vivir. Clamor que se ha trocado en el hecho de violencia. Los muros construidos
por los blancos para separarse de los negros es violencia y Los antiapartheid la
han generalizado y viven una vida de confrontación e imaginan una Sudáfrica en
paz, con libertad de movimiento, con convivencia pacífica entre negros y
blancos y sin espacios vedados para nadie.
La tierra en que
vivo – escribe ella- es hermosa, pero tiene un nombre impropio. Si se cumple la
esperanza de los jóvenes y los antiapartheid, de crear un nuevo país, el nombre
insípido de Sudáfrica debe desaparecer. En su lugar llegará otro que relacione
al ser humano con la tierra, las aguas, los hechos y el espíritu nacido aquí en
el paralelo 23 del globo terráqueo, que nos permite habitar en la misma
situación de Argentina y Australia.
La escribiente le
recuerda a su hija, la destinataria de la carta novela, que es una profesora
blanca pensionada por incapacidad, que vive en una zona segregada con población
negra, a la que ama y le comprende ese gusto por la violencia, porque se
justifica revelarse contra la dictadura blanca de Ciudad del Cabo. La rebeldía
es visible en los jóvenes casi niños. Ella palea su soledad, su desahucio, su
amor por la humanidad, al ponerse al servicio de su ayudante de casa una mujer
negra madre de dos niñas y un joven casi niño. Ese servicio consiste en tener
que ver con el joven de catorce años que le dispara a la policía y al
apartheid. Ella y la madre del chico, van a cualquier parte para auxiliarlo,
hasta el día que se meten a la zona de guerra y lo encuentran acribillado.
Sobre ese fondo
espacio – temporal, lleno de acontecimientos sociales, ella escribe y muestra
su estado mental. Escribe compulsivamente. Dice que hace una carta y le pide
perdón a la destinataria por ser tan extensa, detallista y en especial por
mostrar su pensamiento postrero, último. Es un largo lamento por abandonar la vida,
a pesar de que el país y los seres humanos que deja están en crisis humanitaria;
son una sociedad sin valores sobre la vida y todo lo hacen para la muerte.
Le dice a la
destinataria: de la vida, es lo único de que se puede hablar desde la
experiencia. Experiencia del amor, del odio, de la historia, de la memoria, del
viaje, del deseo, de la sangre común, del sexo y hasta de dios y los hijos
padres de familia. Ella escribe sobre su historia, su existencia y resulta su
extensa carta, ser una pieza existencialista, por estar en el mundo para sufrir
el poder. Ha pedido consideración para con la vida de los jóvenes niños alzados
en armas y el poder le ha respondido con una sonrisa amable al decir: váyase y
déjenos hacer nuestro trabajo.
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